Si las cosas bonitas que suceden
te provocan una sonrisa…
Por regla de tres, si sonríes,
provocarás que sucedan las cosas bonitas.
Y así empieza esta historia, sin más equipaje que una frase
en la cabeza, un esbozo de sonrisa en los labios y, no os engañaré, dos maletas
llenas de ropa y neceseres de aseo personal.
Volvía a casa, tras un largo mes en el extranjero, por fin
me encontraba recostada en mi asiento y mirando a través de la ventanilla del
avión.
Una vez en España no dudaba de cual sería la primera parada,
mi habitación y, más concretamente, mi
cama, la cual siempre me recibía a mi regreso con los brazos abiertos y con
cierto reproche por haberla dejado fría durante tanto tiempo.
No es que no me gustase viajar y conocer nuevos mundos pero
siendo ya el cuarto año trabajando en el mismo centro como docente en Londres,
se me hacía un poco duro volver una y otra vez al mismo sitio, a pesar de que
era entretenido.
Algo iba a añorar las bromas que nos gastábamos entre los
profesores en los ratos libres o a las payasadas que hacíamos a los mismísimos
alumnos, pues las clases eran divertidas y no habían normas muy estrictas, no cuando
un internado al más puro refinamiento inglés se convertía en casa de acogida de
niños de todas partes del mundo durante el verano.
Recuerdo con especial cariño una broma que me gastó el
profesor de educación física.
Llegaba una mañana al
colegio muy decidida, camino a una pequeña sala de limpieza que habían
habilitado para que yo pudiese dejar mis pertenencias durante el día, como los
juegos y cuentos que les leía a los niños.
Al llegar al pasillo
que conducía directamente al pequeño despacho, lo encontré
convertido en una
pista de salto de vallas de atletismo, minuciosamente preparada para impedir el
paso a menos que llegases al otro extremo saltando.
Y allí estaba yo,
muerta de vergüenza saltando una a una las vallas cual gacela moribunda, porque
como comprenderéis a las 8 de la mañana es una verdadera odisea encontrarte en
una situación así.
Los profesores y
algunos alumnos que ya habían llegado, me esperaban al otro lado muertos de
risa con solo ver mi cara de sufrimiento y concentración, colorada como un
tomate o ”tomatoe” como dicen por allí.
“You look like a tomatoe!” Resonó en mi memoria la cántiga
de uno de los niños entre risas.
No puedo evitar reírme al
recordarlo, casi tanto como cuando llegué al otro lado de la improvisada
carrera de obstáculos y me encontré cara a cara con James, el causante de mis
más de 10 minutos de sufrimiento.
Sin darme cuenta, comencé a reír demasiado
alto, pues el señor que iba sentado a mi lado, robusto y con barba de varios
días, me miró de reojo por enésima vez en el viaje, carraspeando tan secamente
como si en lugar de cuerdas vocales llevase dos cortezas de madera en la
garganta.
Moderé el volumen pero no borré la
sonrisa satisfecha de mi cara.
A pesar de lo incómodo que pueda
parecer, el hecho de que me pillen riendo sola no es algo que me preocupe
especialmente…
Para mi es peor que te pillen
llorando, al contrario de lo que mucha gente siente.
Yo nunca entenderé a aquellos que
se esfuerzan incluso por llorar en un lugar público para que les presten
atención, pues lo único que se recibe en esas situaciones es lástima y
compasión.
¿No da más buen rollo que te miren
por destornillarte de risa sin razón alguna? Con un poco de suerte, a alguien
le contagiarás una sonrisa.
Aunque este no sea el caso, porque
el señor de al lado se levantó cual alma que se lleva el diablo en cuanto vio
al fondo un asiento vacío.
Así entre pensamientos y anécdotas
bailando por mi cabeza, el avión llegó a su destino y yo al mío.
Los trajines del aeropuerto no son
algo que me entusiasme, de hecho me dan dolor de cabeza, así que en cuanto
entré en mi casa, me desprendí de la maleta cual mal amo deja a su perro en la calle
y mi cabeza, arrastrada por Morfeo, fue a caer directa sobre la almohada.
En menos de un suspiro, dormía
profundamente
By: Kiissy
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