A la mañana siguiente fui
consciente del trajín que había estado llevando y de la cara factura que debía
pagar ahora por ello.
Me atreví a desperezarme cuidadosamente
y me retocé entre las sábanas un rato más mientras abrazaba mi almohada
ignorando mis doloridas extremidades.
Hasta mi móvil el cual seguía en el
bolsillo de mi pantalón (por suerte) sonó con la melodía country que venía con el modelo de la compañía.
-¿Digame?-Contesté arrastrando la
última letra.
-Cielo soy mama, ¿Como fue el
viaje? ¡Mira que no haber llamado! Te tengo dicho que en cuanto llegas al
aeropuerto tienes que llamarme…
-Aham mamá…
-Estábamos preocupados tu padre y
yo, da gracias a que usamos el sentido común y no nos pusimos en lo peor o ya
habríamos ido a buscarte al aeropuerto de madrugada.
-Pero mamá…
-Nada, nada, por suerte estás bien y seguro que aún dormida, ¿Pero tu has visto que horas son? Ya se yo que no comes nada desde ayer.
-Mama escucha…
-¿Quieres que vaya y te haga unas tostadas?
Porque…
-¡Mamá!
-¿Si?
-Estoy bien, gracias, solo un poco
cansada.
-Oh, bien, maravilloso, pues cariño
espero que no te importe pero ¿Podrías ir a recoger a tu hermano al aeropuerto
hoy?
Y ahí estaba el verdadero motivo de
la llamada. Suspiré descansando la cabeza hacia atrás, con los ojos cerrados y
con resignación respondí:
-¿A que hora?
-¡Esa es mi niña!-Escuché por
primera vez a mi padre al otro lado de la línea-A las 12, ¡Besitos hija, tu
madre y yo tenemos que ir a hacer unos recados!
Y así fue como mis ojeras y el
pitido del teléfono nos quedamos a solas en mi apartamento.
Ya eran las once y media, me había
vestido, desayunado y maquillado en tiempo récord.
Entré apresuradamente al edificio y
enseguida noté como me refrescaba el fuerte aire acondicionado.
Aunque sentí un gran alivio, aún no
había llegado a la puerta de desembarque así que tomé aire profundamente y
retomé la carrera que me llevaría hacia mi hermanito.
Lucas, de 12 años, nació cuando yo
ya tenía 13, una edad difícil, recuerdo que los peores años de mi vida fueron
de los 11 hasta los 20, toda una odisea sobrevivir entre exámenes, hormonas y
unos padres “ejemplares” claro está, pero él, vive feliz.
Ya podía imaginarle con una
sonrisa, las mejillas sonrosadas, una maleta casi tan grande como él a rastras
y ojeras, muchas ojeras por el largo viaje de estudios por el que se había
encaprichado en Canadá.
Cuando llegué a las puertas, ya
habían empezado a aparecer los pasajeros, por lo visto se había adelantado el
vuelo.
-Menos mal que siempre voy con unos
minutos de antelación.- Pensé aliviada .
Uno tras otro, los recién llegados se
iban acercando dónde esperábamos las familias.
Otros nos esquivaban con la máxima
delicadeza que se puede llegar a tener con 15 kilo de equipaje a
cuestas y regresaban solos a casa.
Pasaron 5 minutos como 5 suspiros,
me entretuve buscando entre la gente la cabeza pelirroja y pecosa de mi hermano, tratando de cruzar una mirada con él, pero no le vi.
Allí casi no quedaba nadie
más que una chica que acababa de llegar abrazando a lo que parecía ser su novio
junto a una columna y a una familia de intercambio presentándose a su nuevo
inquilino canadiense, pero ni rastro de Lucas.
Guardé la calma y escudriñé todo lo
lejos que la vista me permitió el interior de la sala por donde se cogen las
maletas, con la esperanza de que hubiese tenido algún problema con su equipaje, que se hubiese quedado enganchada o que no apareciese…
Pero tampoco le vi.
Ni entonces, ni
los quince minutos siguientes que estuve esperando por si había ido al baño en una de sus oportunas urgencias y con oportunas me refiero a increíblemente inoportunas por supuesto.
Me levanté entre asustada y
decidida a encontrar el error y me dirigí hacia una chica con uniforme que
estaba yendo hacia el puesto de embarque para sellar los tickets del grupo de
personas que ya hacían cola para entrar al avión.
El corazón me pesaba más de la cuenta aunque estaba segura de que todo saldría bien, mi intuición nunca me falla.