lunes, 25 de marzo de 2019

El señor Ricardo

Un jarrón vacío, azul y con más polvo que las mecedoras de mi difunta abuela alumbraba estoico el salón de aquel hombre. 

Solo había visto una vez unas manos tan cansadas como las suyas y fue hace tiempo, en una escapada a Francia en la que un señor me vendió un par de gofres. Recuerdo salivar mientras temía que los postres cayeran al suelo en el trayecto que duraron a merced de su pulso, hasta que mis manos, decididas, le tomaron el relevo a las suyas. 

Recordaba su presencia y sus manos por las historias que me habían contado y por ña única vez que misteriosamente había coincidido con él. Por supuesto hablo del señor Ricardo, el dueño de la casa.

La habitación era lúgubre, no por mala decoración, sino por la penumbra. Los cuadros colgados en la pared rezaban cada segundo por seguir desafiando a la gravedad un poco más. El grosor y peso de sus marcos colgados del papel de pared ocre carmesí daba por sentado que su suerte acabaría pronto.

El jarrón sobre la mesa de café seguía siendo mi único punto de referencia al que aferrarme ante una tensa espera de pie en el centro de la sala. Esperé cerca de cuarenta minutos hasta que escuché los pasos acercándose que me darían las respuestas a todas las preguntas que me había planteado desde que empecé esa historia.

La puerta se entornó y apareció el señor Ricardo. 

Su batín grisáceo y la protuberancia de su espalda me dio a entender tres grandes cosas, la salud es fundamental, la higiene necesaria y la esperanza es lo último que se pierde.

Parecía increíble que ese cuerpo pudiera resistir el peso del aire que llenaba la habitación, la poca luz del salón se reflejaba en sus ojos hundidos y la oscuridad emanaba de las bolsas moradas bajo la mirada. 

-Hola señorita.

-Señor...

Dio una larga mirada del que parecía ser su sillón hasta mis manos que sujetaban la cámara como si fuera mi centro gravitacional y me tendió la mano hacia el tresillo de enfrente.

-Por favor, siéntate.

-Gracias.

-¿Quieres té?- Té. Me parecía una pregunta trampa dadas las circunstancias. Dibujé un intento de sonrisa.

-No se preocupe, estoy bien.

-Si no quiere té, ¿qué quiere joven?

-Respuestas.

-A eso le preceden preguntas. Dígame ¿Si estuviera Dios delante de usted, qué le preguntaría? ¿Qué le diría?, ¿Lo mismo que a mi tal vez?

-No, claro que no. Preguntaría cosas más... importantes, trascendentales. 

-Pues entonces, no pierda el tiempo buscando respuestas a preguntas que no le formularía a Dios. No tienen importancia.

De repente el jarrón azul se oscureció, se volvió prácticamente negro y se quebró como si un relámpago se hubiera tropezado con su cerámica castigada por los años.

Quise irme.


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