No hubieron ovaciones ni gritos de euforia. Tampoco un estallido de aplausos, apenas distinguía el sonido de unas pocas palmas en automático que aplaudían, lo hacían porque es lo que toca cuando uno de los corredores pasa la meta y yo la acababa de pasar.
Con el estómago como una bomba de relojería sin oxígeno y un exceso de munición.
Con los pulmones asustados.
Con el pelo enredado.
Sudando.
No era capaz de sentirme viva, ni siquiera con el latido del corazón retumbándome en los oídos.
Así es como decidí dejarlo todo, como las excusas se hicieron realidades, como la montaña se volvió cuesta abajo, sin frenos y nada ni nadie me iba a esperar abajo... Y eso deseaba, porque si alguien intentaba recogerme, le arrollaría hacia delante y así, entre unos pocos aplausos en automático, avancé más allá de la línea de meta, me alejé dónde nadie pudiera verme y desaparecí para siempre, como uno de esos casos de misterios sin resolver que echan en la tele, allá sobre las 3.00 am.
sábado, 31 de agosto de 2019
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