sábado, 26 de enero de 2019

Monstruo (5)

"Que me maten y que revienten mi cuerpo si quieren sangre. Porque así será para todos en el día de la muerte. La sangre que pisarán descalzos será la misma en su óbito"

Esas fueron las últimas palabras que tuvo la reina antes de dejarla ser engullida por un grupo de cazadores. Siempre había sido su dama, le había acompañado desde que era una niña a favor de la corona. Sus labores nunca pasaban de cepillarle el pelo, bañarla y darle la comida cuando lo pedía.

Desde el destrono, todo se había convertido en una fantasía medieval inexplicable. Los trajes de preso  dentro de las mazmorras que había visto desde el momento en el que nació por ser diferente, se deshojaban ahora en tiras de hebras de hierba por un vasto bosque con cuevas y miradores.

Ahora, cruzaba las piernas en uno de los salientes de la cueva más sureña que había conseguido encontrar, pero seguía teniendo frío. Los dedos de los pies estaban rojos y el centro blanco. Le desconcertaba su cuerpo, no conocía de él mucho más que lo que había alcanzado a averiguar de su mente.

"No hay diferencias entre togas y coronas y a cada paso que damos, ricos y pobres, nos acercamos al mismo punto. Todos nos veremos al final del camino. Y en ese limbo sin sentido, cuando vea sin barreras lo que has hecho con el trozo de tela que le quedaba al refugio de mi corazón, no habrán espinas suficientes en cada rama del rosal para hacerte temblar de frío para toda la eternidad". Recordó esa lección que leyó en un libro de Berto Sáez. Una mujer bajo el psudónimo de hombre que publicaba más que hablaba. Le encantaría saber si su reina habría visto a sus padres dónde fuera que estuviese. Recordó la furia de esos cazadores al ensartar el cuerpo de su reina sin piedad.

Se estremeció.

Las horas pasaban deprisa y cuanto más se acercaba la noche, en el ambiente había algo más que humedad y frío.

El frío siempre había calmado el pensamiento de la joven pero agitaba su corazón como si fuera un juguete de cuerda. La oscuridad, los ruidos selectivos que alertaban sus sentidos cada media noche hacían que su corazón zozobrase en un quiebro en la oscuridad.

Nunca le había temido a un monstruo, no había sido una niña de miedos. Siempre había transformado a las sombras que le asustaban en buenos amigos, había sabido fraccionar su tiempo en un acuerdo contiguo entre su habitación y el cajón de arriba del armario de la esquina.

El goteo húmedo era incesante, el olor a sangre se notaba por todas partes y el corazón aprisionado en el pecho relamió los últimos segundos de aire fresco.

Que viene.

Los pies, por suerte, se activaron rápidamente; las piernas, frías y duras se movían por una inercia inexplicable y el tambaleo de su cuerpo contrastaba con la rigidez mental que acuciaba y respondía a un posible bloqueo y parálisis por el pánico que le subía del estómago.

Llegó a correr tanto, con la única idea de no tener que saber nunca de qué estaba huyendo, solo sabía que el frío que le había erizado el vello de todo el cuerpo no era otro que el de la muerte.

"Suficientes muertes"... Susurró abrazándose a su pecho cuando ya no pudo soportar contener más el aliento "monstruo..."- desafiante, cambió la postura y se dispuso a continuar su monólogo hasta que
de repente una mano fría, huesuda, pero pesada se injertó en su brazo como una brasa de metal.

El mundo paró para ella junto con un grito de puro terror que precedió al eco de una voz grasienta y amontonada entre saliva que le respondió: "cuidado con ser tú el monstruo..."



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