Eyra crece entre sonrisas, con los ojitos cerrados toda la noche hasta que el primer rayo de sol abraza su carita redondita. Ahí esta ella, viendo como dos mujeres la aman, abrazan, besan, miman y cuidan todos los días, a cada momento, sus madres. Su razón de reír, su dulce hogar.
Nació rodeada de perritos, gatitos, pajaritos... Y a los 6 años tuvo su primer Pony. Le llamó Princesa.
A los 9 pidió una vaca que diera leche de avena porque quería prepararle el desayuno a su mamá.
A los 11 se enteró de que esas vacas no existían, pero que el águila de Ravenclaw que le habían dado a cambio por aquel cumpleaños era más fiel y útil que cualquier mamífero. Le había enseñado a hacerle llegar sus cartas a sus amigos del otro lado del río. Los veranos le sabían a ese río.
A los 13 aprendió equitación con su Yegua Estimada. A los 15 descubrió y estudió las lenguas muertas y heredó la estilográfica de su madre. Practicaban juntas escritura medieval.
A los 17 los primeros amores le hicieron mitigar la pena de la muerte de dos de sus perros y uno de sus gatos que le habían acompañado desde la cuna.
A los 20 publicó su primer libro.
A los 26 encontró el verdadero amor y pensó "Qué causalidad, ¿verdad, mamá?".
Podría seguir así toda la vida de Eyra, pero no se puede contener en todos estos versos lo más importante que acompañó a la pequeña desde el día en el que nació. Sus alas eran tan grandes, fuertes y brillantes como si mil pájaros hubieran anidado en primavera entre las plumas y le hubieran entrenado a volar más alto que ninguna. Antes de salir del amparo de sus madres les dijo "gracias, porque esto es por vosotras, valientes, preciosas. Ojalá siempre sienta ese amor que os mantiene juntas".
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